Un cuadro habita el espacio, se despliega sobre los sentidos de quien lo contempla. Un cuerpo que podría ser de una mujer, se encuentra detenido sobre sus botas largas, posa su arma con cierta actitud que trasciende la vegetación que la rodea. Por fuera de los cánones de la realidad, ilegítima, incorrecta en el existir de su naturaleza, la figura trasciende su objeto y a su propio creador. Consumido se presenta el verde, exhausto el cuero y el metal.
El teléfono suena y detiene la escena. Una voz grave enuncia palabras, da explicaciones, supone un final. Entonces un cuerpo femenino asiente a las palabras, no contradice los supuestos, se despide de la conversación e intenta retomar la contemplación. La ira corre por sus piernas, que luego avanzan por una avenida queriendo destruir la materialidad. Las ideas se cargan y descargan, sobre la ausencia de una nueva estrategia.
Uno, dos, muchos meses. Tiempo, años, más tiempo, un poco más, lo suficiente para que el
teléfono vuelva a sonar. Una voz propone un encuentro. Un rostro de mujer asume como real las oraciones. Sobre esta escena todo lo que pueda ser desplegado: las redes, los artilugios, la planificación, la contabilización que oculta obsesiones y más. Un silencio se erige con el único objeto de ocultar la inseguridad. Pareciera haber exactitud en el desorden y mayor placer en el instante posterior que en el disparo. No hay una certeza sobre la disección o la conservación. Aún nada ha sucedido.
¿No te das cuenta que estas en la mira?

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